RACISMO, cómo enfrentarlo a la luz de Cristo

Editor’s note: in 2017, Professor Leo Sánchez wrote the essay “Racism, Dealing with It” for this website. In the aftermath of the death of George Floyd, the essay has been re-circulating on social media. Here, Dr. Sanchez provides his own Spanish translation.

En un mundo corrompido por el pecado, el racismo desafortunadamente no desaparecerá. Cada cierto tiempo, sin embargo, nos revela su fea cara de manera muy pública. En lugar de simplemente repetir lo que es obvio (a saber, que el racismo es un pecado), he aquí algunas maneras prácticas de enfrentarlo directa y personalmente a la luz de Cristo.

Un llamado al arrepentimiento

Las manifestaciones públicas de racismo nos llaman al arrepentimiento. No meramente pidiendo que otros se arrepientan, sino también llamándonos a cada uno de nosotros a arrepentirnos. Atender el llamado a la examinación personal en cierto modo es más difícil que condenar el racismo en general o de forma abstracta, porque hace del racismo mi problema personal. En lo que concierne al racismo y otros tipos similares de discriminación, pecamos por comisión y omisión. A veces pecamos con la boca, con el chistecito acerca del indígena o el negro; a veces sin la boca, callándonos cuando debemos decir algo para defender al prójimo vulnerable.

Nuestra carne pecaminosa a menudo encuentra formas de evitar la convivencia con personas de otras razas, o de verlas con sospecha. O simplemente no reconoce el racismo como un problema real en nuestra sociedad, o el dolor que sufren las personas que han experimentado discriminación de forma constante y sistémica debido al color de su piel. La respuesta adecuada del cristiano a este estatus quo no es defenderse alegando que uno no es “racista”, ni apelando a la inocencia o ignorancia acerca de las causas o consecuencias de la discriminación racial. Ganar algún debate sobre si el racismo es un pecado personal o sistémico tampoco nos salvará del problema que nos agobia.

La carne pecaminosa encuentra todo tipo de estrategias para evitar enfrentar el racismo y el etnocentrismo. Entonces, la primera respuesta al racismo es simplemente arrepentirse: “Hemos pecado contra ti en pensamiento, palabra y obra, por lo que hemos hecho y por lo que hemos dejado sin hacer”. Ese es el primer paso. Y luego esperar con humildad la respuesta de Dios, confiando en su misericordia: “Te perdono todos tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. En este ritmo cíclico de arrepentimiento, de contrición y absolución, de muerte y resurrección, los cristianos aprenden a vivir diariamente bajo el signo de su bautismo en Cristo, ahogando su carne pecaminosa para que así una nueva criatura pueda ser renovada cada día.

Un llamado a la vigilancia

Las manifestaciones públicas de racismo nos llaman a la vigilancia. El pecado no es solo un estado corrupto sino una forma real, aunque pervertida, de vivir en el mundo. Es por eso que no confesamos simplemente que somos pecadores por naturaleza (corrupta), sino también que pecamos específicamente en pensamiento, palabra y obra. El racismo no se expresa simplemente cuando personas expresan su racismo en público, en vivo y a todo color, sino también y aún con más frecuencia cuando piensan y hablan de manera sutilmente racista y etnocéntrica.

Hay que velar, discernir con cautela, para no caer en este insidioso pecado. Velar significa no pretender que supuestamente el racismo no existe entre personas “buenas” como nosotros, sino solo entre algunas pocas y “malas” personas. Al contrario, los cristianos abiertamente han de reconocer que la vida es un peregrinar difícil en el desierto, donde somos constantemente vulnerables a las seducciones del maligno, incluyendo la tentación de pensar que somos superiores a los demás de alguna manera. Si sufrir de complejos de superioridad no fuera un problema humano perenne, ¿por qué recordarle a los cristianos que pongan a los demás antes que a sí mismos? Por lo tanto, debemos tener cuidado de no confiar demasiado en nuestro propio poder para resistir el atractivo de la supremacía (incluyendo, la racial), para que así no seamos presa fácil del racismo sin siquiera darnos cuenta.

Otra seducción común a la que somos vulnerables es la idea de que si luchamos contra carne y sangre, y nos vengamos de nuestros enemigos (ya sea literalmente, o más sutilmente con nuestras palabras), entonces contribuiremos a erradicar de la sociedad a los que perpetúan el problema. Sin embargo, sabemos que el odio solo genera más odio. Es cierto que sin justicia no hay paz; pero también es cierto que el pueblo de Dios debe ser embajador de la paz en un mundo injusto donde muchos confunden la justicia con la venganza y el odio. Los cristianos deben evitar la seducción de imitar el lenguaje del mundo, la violencia de las palabras (incluso en nombre de la libertad de expresión), que revela la monstruosidad de otros mientras descuida el potencial daño espiritual que su descuidada ira le puede producir. En tiempos de tensión racial, habrá que velar para discernir entre la justicia y la venganza, entre la justa ira y la ira desenfrenada.

Es mucho más fácil perseguir a malhechores. Ciertamente, cuando contemplamos el mal, debemos llamarlo como es. Pero seamos honestos. Es más difícil aceptar responsabilidad propia ante los demás por aquellas formas de expresión que esconden prejuicios hacia personas de diferentes razas y etnias—palabras a menudo basadas en estereotipos y mitos perpetuados por la sociedad y medios de comunicación sensacionalistas. Nadie es inmune a estas seducciones. Entonces, la respuesta adecuada al racismo no es negar nuestra vulnerabilidad, sino simplemente estar atentos y orar: “No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal”; y “Tu santo ángel nos acompañe, para que el maligno no tenga ningún poder sobre nosotros”.

Un llamado al sacrificio

Las exhibiciones públicas de racismo nos llaman al servicio. La contrición y el perdón dan frutos de arrepentimiento. Injertados en Cristo la Viña, los cristianos producen y viven según el fruto del Espíritu Santo en sus vidas. El racismo, por otro lado, es signo de las obras de la carne. Promueve la enemistad, la lucha, la ira, el egoísmo, la disensión y el espíritu partidista. Ante pasiones y deseos tan pecaminosos, los cristianos se atreven a vivir y caminar según el Espíritu. Son templos del Espíritu de Dios, manos cariñosas de Jesús, en un mundo fragmentado por el pecado. Vivir según el Espíritu de Cristo nunca es fácil. Implica sacrificio.

Donde hay odio, los cristianos muestran amor. Donde hay tristeza, alegría; donde conflicto, paz; donde ansiedad, paciencia; donde rudeza, amabilidad. Nunca hay que dejar de cosechar estas dimensiones del fruto del Espíritu en nuestras comunidades. Caminar en el Espíritu siempre implica algún sacrificio personal. Al mostrar amor, somos objetos de odio; al compartir gozo, hacemos nuestro el dolor del otro; al proclamar la paz, nos busca el conflicto; al enseñar paciencia, llevamos las iras de otros sobre nuestros hombros; al mostrar amabilidad, se nos trata con dureza. Ser discípulo de Cristo es cargar la cruz, y ayudar a otros a cargar la suya.

El racismo es una expresión del egocentrismo. Es un tipo de amor deficiente que solo ama por afinidad racial o étnica, que solo acoge a la persona que refleja lo que uno es. Es un amor que no se abre al otro. Es una forma de lo que Lutero llamó nuestro ser encorvado, enfocado en sí mismo. Es un amor torcido que necesita ser enderezado. Cristo nos da no solo el ejemplo sino la fuerza para amar como él nos ha amado. Tomar la forma del siervo, de nuestro Señor, nos lleva del amor encorvado al amor abierto a vecinos que son diferentes a nosotros.

Comenzamos a ver la vida en términos del dolor de los demás, incluyendo el sufrimiento de aquellos cuya raza y etnia los hace objeto de palabras y actos que hieren, y nos atrevemos a honrarlos y defenderlos cuando son tratados de la peor manera posible o sus vidas se ven amenazadas de alguna manera, incluso si sufrimos por ello. Nadie dijo que ser cristiano es fácil.

Un llamado a la hospitalidad

Las manifestaciones públicas de racismo nos llaman a la hospitalidad. El racismo es una forma de exclusión y alienación, un pecado que busca destruir la esperanza de todo ser humano de ser aceptado y pertenecer plenamente a la comunidad. El racismo enseña que los seres humanos pueden justificar el valor de sus vidas y las de otros en base al color de sus cuerpos y los privilegios que acompañan su identidad racial.

En un mundo donde nuestras iglesias y comunidades a menudo reflejan la segregación de razas y etnias que vemos en la sociedad, comenzamos a sentirnos cómodos con aquellos que se parecen más a nosotros. Nos cuesta cruzar esas fronteras culturales y sociales para encontrarnos con vecinos al otro lado de las mismas. Quizás le tenemos miedo a lo desconocido. Quizás estamos demasiado cómodos en nuestro propio ambiente cultural. Podemos llamarlo como queramos. Pero sea cual sea el motivo, estamos perdiendo una bonita oportunidad. ¿Qué pasa si Dios nos sorprende al otro lado de la frontera y bendice ricamente nuestras vidas con vecinos que se ven y hablan de manera diferente a la nuestra?

Jesús era de Nazaret en Galilea, de donde supuestamente no sale nada bueno. Debido a su proximidad a los gentiles, los galileos fueron vistos con sospecha, como menos puros y sabios que los judíos de Jerusalén. ¡Sin embargo, Dios nos sorprende y trabaja su salvación a través de un galileo! Y es desde Galilea que Jesús envía a sus discípulos galileos para hacer discípulos de todas las naciones bautizando y enseñando en su nombre. Vemos en el misterio de Cristo y su iglesia cómo Dios desafía las expectativas humanas comunes acerca de los que merecen o no pertenecer al reino de Dios. En su propio ministerio, Jesús cruzó fronteras para traer el reino de Dios a los samaritanos, extraños y extranjeros de raza y religión mixtas, considerados enemigos de Dios. El Espíritu de Jesús movió al diácono y evangelista Felipe en el libro de los Hechos para que éste cruzara a la tierra de los samaritanos, donde el evangelista los introduce al reino de Dios por el bautismo en el nombre de Jesús. Los marginados samaritanos reciben el don del Espíritu Santo. La casa del Señor es amplia y todas las razas son invitadas a su mesa. A través de estas historias de hospitalidad divina, aprendemos que la justificación ante Dios no es por raza sino por gracia.

La enseñanza apostólica de la hospitalidad nos anima a comunicarnos con vecinos que habitan fuera de nuestras zonas de confort. Uno trata el racismo invitando a personas de diferentes razas a compartir la vida con nosotros en nuestros hogares, iglesias y comunidades. Una actitud de bienvenida va más allá de tomar conciencia acerca del dolor del otro, mientras uno permanece separado de ellos, como si viviéramos en universos paralelos. La hospitalidad cruza fronteras que nos dividen para así aprender a convivir y colaborar con nuevos vecinos. ¿Te invito a tomarte un café?

Un llamado a la devoción

Las expresiones públicas de racismo nos llaman a la devoción. Cuando personas de diferentes razas luchan entre sí, o más probable y problemáticamente mantienen su distancia entre sí, todos hemos perdido el respeto por la creación de Dios. Ya no reconocemos que cuando nos encontramos ante otro ser humano, somos testigos de la maravillosa obra del Creador. Dado que la adoración incluye la fe y sus frutos (amor), el racismo se interpone en el camino de la verdadera adoración de Dios. Deshonra tanto al Creador como a su creación.

La verdadera adoración recibe con gusto los dones de Dios de creación y redención. ¿Cuándo tomamos el tiempo para dar gracias por estos regalos y deleitarnos con los mismos? El día de reposo sirvió al pueblo de Dios como el tiempo propicio para hacerlo. Guardó el sábado no solo haciendo cese temporal de labores, sino también agradeciendo a Dios por la obra de sus manos, y por salvar a su pueblo a través del gran Éxodo. El sentido más profundo del día de reposo nos llama a darnos el tiempo cada día de nuestras vidas ocupadas para contemplar la maravilla de estos dones divinos con agradecimiento y alabanza, alegría y celebración. Hoy estamos tan ocupados que ya ni nos quedamos quietos por un rato para apreciar la belleza de la obra de Dios.

El racismo obstaculiza la devoción al Creador porque se niega a dar gracias a Dios por su linda creación, que no viene de otra manera sino en una gran diversidad de colores. También niega el don de la iglesia en la que Dios ha reunido para sí, a través de su Espíritu y Palabra, un pueblo de diferentes naciones, razas y lenguas. Al descansar en las promesas de Dios de creación y nueva creación, los cristianos aprenden a mirar una vez más a sus prójimos de diferentes razas mediante los ojos de la fe y el amor, es decir, como las criaturas preciosas de Dios por quienes Cristo dio su vida. También aprenden a dar gracias y alabar a Dios por las vidas y los dones que nuestros nuevos vecinos nos ofrecen no solo a nosotros personalmente sino también a la iglesia y a nuestro mundo. Al contemplar la belleza mestiza y mulata de su creación, crisol de razas, aprendemos también a regocijarnos en ella y a convivir con la misma.

¡Ven, Espíritu Santo!

¿Cómo respondemos entonces al racismo, ya sea grosero o sutil, no solo en sus manifestaciones públicas sino en todo momento? Primero, nos mirarnos al espejo con ojos de arrepentimiento, crucificando nuestro racismo en la cruz para luego ser resucitado con Cristo y así vivir rectamente ante otros. Segundo, velamos y oramos para no ser seducidos por esta siniestra manifestación de la carne. Tercero, nos despojamos de actitudes egoístas para abogar por y servir a prójimos que sufren discriminación. Cuarto, en un espíritu de hospitalidad, cruzamos las fronteras que nos dividen para convivir con vecinos que se sienten excluidos. Finalmente, honramos al Dador de todos los dones honrando a su bella y colorida creación.

Esta imagen de la vida cristiana que aquí proponemos es, por supuesto, una carga difícil de llevar para cualquiera persona. Inevitablemente, fallaremos cuando tratemos de lidiar con los impulsos racistas y etnocéntricos que nos agobian. Sin embargo, la gracia de Cristo es abundante y él nos da su Espíritu para proporcionarnos lo que necesitamos a lo largo de nuestro peregrinaje. Si falta de arrepentimiento, el Espíritu matará al pecador en nosotros para darnos vida nueva. Si falta de vigilancia ante las seducciones del mal, el Espíritu nos ayudará a discernir cuidadosamente nuestros pensamientos, palabras y acciones. Si falta de servicio y hospitalidad, el Espíritu calentará nuestros corazones fríos para con el prójimo extraño y producirá su fruto de amor en nuestras vidas, llevándonos a participar en actos de sacrificio y hospitalidad en pro de vecinos marginados. Si falta de devoción, el Espíritu nos dará descanso en Dios para contemplar la belleza colorida de su creación que vemos plasmada en la pluralidad de razas, en el mestizaje y la mulatez que reflejan nuestros pueblos y la catolicidad o universalidad de la iglesia de Cristo en el mundo.

¡Ven, Espíritu Santo! ¡Te necesitamos!

(Traducción por el autor del original en inglés, Racism, Dealing With It.)


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